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Delitos y fronteras Mexicanas: | Imprimir |  E-mail
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DELITOS Y FRONTERAS MEXICANAS: LA PSICOPATÍA COLECTIVA


Ricardo Guzmán Wolffer



                                                                                  “Porque no somos libres es que el cielo puede caernos encima”


                                                                                                                                          Antonin Artaud


                             En México nunca se había tenido registro de la violencia que ahora se vive: en ninguna confrontación armada con países invasores, en ninguna guerra civil, en ningún movimiento revolucionario, en ninguna confrontación de guerrilla, en ninguna. Cabezas humanas usadas como proyectiles, cadáveres colgados en puentes, vehículos repletos de cadáveres, fosas y cementerios clandestinos con cientos de muertos previamente torturados, la violencia no deja de sorprender, a pesar de que todos los días, todos, aparecen decenas de muertos por todo el país. Se habla ya de una “industria del secuestro”. Pero la violencia no es exclusiva de los delincuentes: se han reportado tantos abusos de militares sobre la población, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó una recomendación para que en México se eliminara el fuero y los tribunales militares: hasta la fecha no se ha dado tal cambio. La frontera no es excepción.

Juiz Dr.Ricardo Guzmán Wolffer durante sua palestra, em que projetou vários slides de fotos registrando

a violência da criminalidade no México


                             La criminalidad en las fronteras responde a dos factores esenciales, que en México son muy claros: cuando el criminal está de nuestro lado de la frontera, los parámetros corresponden a una aspiración a ser como el extranjero. Los mexicanos que viven al lado de los EUA aspiran a ser como los gringos. Y en ese intento, los mexicanos han sido capaces de tipificar conductas que lejos de ayudar a México, lo perjudican: la única explicación para que en México sea un delito sacar del país droga, es que no les interesa (al menos en el discurso legal) que el país al que aspiran llegar, o vivir, o parecerse, tenga esas drogas. Bajo las más esenciales políticas públicas debería establecerse que la salida del país de drogas debería no sólo no ser sancionado, sino, incluso, promovido, si se atiende al hecho de que, en el ejemplo, las fuerzas públicas no han logrado controlar la tenencia, venta y consumo interno de drogas. Entonces, ¿cómo justificar bajo una verdadera política criminal que sea sancionable la salida de drogas? Hay que atender, una vez más, a las aspiraciones nacionales de ser como los vecinos gringos y por ello, de protegerlos. Habrá quien diga que México se limita a obedecer los lineamientos gringos para hacerles el trabajo sucio: mientras en la actual administración se cuentan más de 50 mil muertos en el combate al narcotráfico, el apoyo de los EUA a México en estas tareas es ínfimo, prácticamente nulo. ¿Para qué tendrían que invertir en México, si nosotros asumiremos los gastos económicos y humanos?


                                   A la inversa, cuando el criminal es el que quiere entrar al país, como sucede en la frontera sur de México, donde miles de extranjeros ingresan para llegar a los EUA, o para cometer delitos, o incluso para trabajar sin papeles, la represión es terrible, mayor que la sufrida por los mexicanos u otros ilegales que entran a EUA. Y conste que las autoridades fronterizas gringas no son nada delicadas. Pero estamos ante una situación donde las aspiraciones son el mantenerse puros, en mejor situación que la de aquellos que llegan a contaminar el país. A principios de este siglo, los gobiernos de México y Brasil decidieron eliminar el visado reciproco para entrar al país. Cuando fue claro que muchos brasileños entraban sin visa a México para luego pasar ilegalmente a EUA, se volvió a pedir visa. Apenas este año dejó de ser delito el ser indocumentado: se sigue castigando como delito grave a los que trasladan indocumentados, pero los extranjeros han dejado de ser delincuentes por no tener los documentos necesarios consigo. Ello, luego de décadas de criminalizar a los extranjeros indocumentados. Algunos llegaban a estar hasta un año en custodia (en cárceles de hecho, aunque nominalmente no lo fueran) por las dificultades para repatriarlos, como sucedía con países sin representación consular en México.


                                  Situaciones distintas vivirán los países donde las fronteras no dividen la calidad de vida ni las esperanzas como personas o país. Hay fronteras nominales, donde apenas el señalamiento de la nacionalidad será la diferencia de vivir de un lado o de otro. En México, no es así. En la frontera de Nogales, Sonora, México, con Nogales, Arizona, EUA, por ejemplo, cuando llueve levemente, del lado gringo la gente sale a pasear con sus mascotas, del lado mexicano se forman ríos en el centro de la ciudad que arrastran a vehículos e imprudentes, generalmente con el resultado de muertos.

Hay que diferenciar entre los crímenes de frontera y los que suceden en la frontera.


                                Los primeros son aquellos que sólo pueden darse en la frontera: falta de pagos de aranceles, contrabando de mercancías o personas, tráfico de armas, etc. Muchos de estos delitos están claramente justificados. Falta que se aplique la ley: el tráfico de drogas de México a EUA es imparable.


                                Los segundos son aquellos que, pudiendo darse en cualquier lugar del país, como el homicidio, se dan en forma particular en las zonas fronterizas. El ejemplo más devastador  es el feminicidio constante e imparable de mujeres en Ciudad Juárez, ciudad fronteriza entre Chihuahua, México y Texas, EUA. Son miles de mujeres violadas, torturadas y asesinadas desde 1993. Encima, hay que sumar los miles de cadáveres encontrados por la lucha contra el narcotráfico. A la violencia de género hay que sumar la violencia de estado. En buena parte, ello es debido a la indolencia gubernamental: el entonces gobernador de Chihuahua, Francisco Barrio –hoy embajador de México en Canadá-, calificó a este fenómeno de normal, e incluso llegó a señalar que las víctimas llevaban una doble vida. El éxodo de la población pudiente ha sido constante: Texas ha recibido a miles de mexicanos con dinero desde hace un año: la migración dorada, se le dice.


                                  Hablar de la tipificación de delitos fronterizos en las leyes puede ser útil para entender qué quiere un país en su alocución oficial, pero el inaudito grado de impunidad que hay en México haría estéril tal análisis discursivo. Se calcula que apenas se investiga el 3% de los delitos cometidos y de ese porcentaje apenas se castiga un 60 %; es decir, que se castiga, en el más optimista análisis, el 1.5 % de los delitos cometidos. Ese porcentaje corresponde, en su mayoría, a delitos del orden común y la mayor parte de la población carcelaria en México es de personas de bajos recursos. La mayoría de los delitos de cuello blanco (salvo los de delincuencia organizada), por ejemplo, no son considerados graves. Pero aunque lo fueran, la población carcelaria adinerada es mínima: no modifica el fenómeno delincuencial en México. Lo mismo sucede con la medida de aumentar las penas carcelarias para los delitos más recurrentes. Recientemente incluso se promulgó una Ley sobre el secuestro, a pesar de que desde hace décadas el secuestro está considerado en la Ley de Delincuencia Organizada, y desde hace mucho más tiempo en los Códigos Penales de toda la República Mexicana. Se legisla según las necesidades de la temporada política, pero la efectividad del Estado para aplicar esas leyes sigue siendo menor. La falta de acciones estatales ha llevado a que ciudades del norte del país queden vacías, y otras sólo estén pobladas por mujeres y niños: todos los hombres han sido muertos o reclutados por narcotraficantes. EUA y Canadá señalan varias ciudades, otrora destinos vacacionales famosos, como no sugeridos para ser visitados por sus nacionales. Por más que el discurso gubernamental sea de éxito contra la delincuencia organizada, las decenas de miles de muertos, las ciudades diezmadas, las protestas ciudadanas e incluso los medios de comunicación (muchos proclives a no hablar de esa violencia cotidiana), muestran lo contrario. Hay otras violencias estatales: en mayo de 2011, México llegó a la máxima deuda pública en su historia (355 mil millones de dólares): las consecuencias en la vida cotidiana serán inocultables.


                                      En este contexto, sólo queda hacer el análisis de cómo vive la población mexicana esa violencia que a todas luces resulta imparable. Los discursos oficiales apenas han variado desde hace 30 años. Tanto en las administraciones del Partido Revolucionario Institucional (la dictadura perfecta, en palabras del ahora premio Nóbel Vargas Llosa) como del Partido Acción Nacional (innegable y publicitadamente vinculado con la derecha y la iglesia católica) se insiste en logros que nadie ve. Si George Orwell hubiera vivido los últimos 40 años en México no habría escrito 1984, seguramente escribiría telenovelas costumbristas. Pero en el inconsciente colectivo mexicano eso no es nuevo.


                                      México fue colonia nominal de España desde 1521 hasta 1810. En los hechos todavía lo es: desde hace unos años los bancos españoles obtienen beneficios demenciales de México. Según algunos analistas sobreviven sólo de esos beneficios, en la recesión económica española reciente. Resulta revelador que los equipos de futbol español lleguen a ser más populares entre mexicanos que entre españoles. Ello por dar un ejemplo, pues los intereses españoles no sólo están en la banca mexicana, ni son los únicos colonizadores de cuello blanco: en la crisis del Banco gringo City Bank, el banco sobrevivió gracias a la filial mexicana. Sobra decir que desde que salimos de las garras de España, caímos en las de los vecinos del norte: la pérdida de la mitad del territorio en 1845 apenas es un dato significativo. Los miles de muertos mexicanos contemporáneos, con sus consiguientes millones de familiares y poblaciones afectadas, no corresponden con los billones de dólares que se obtienen de ganancia en EUA con el tráfico de drogas, armas y personas (para todas las variantes de delitos) en y hacia México, ni alcanzan para comprender el fenómeno en su integridad. Y esa desesperanza el pueblo mexicano la vive esencialmente igual desde hace siglos.


                                      Las causas para la violencia son múltiples. Una innegable es la sensación de que el pueblo, los vecinos, los familiares, estamos solos frente al Estado. El Estado jamás ha representado a los autóctonos. Durante la Colonia eran los mexicanos contra los invasores que arrasaron con las mujeres locales. El premio nobel de literatura mexicano, Octavio Paz, desarrolla en su obra El laberinto de la soledad, el concepto de que todos los mexicanos somos hijos de la chingada en alusión a la violada, a la mujer ultrajada, primero, por la imposición sexual y luego por continuar recibiendo y procreando a la estirpe del extranjero. Incluso en la actualidad el discurso interno de los mexicanos se desarrolla desde el “nosotros” frente a “ellos” (los españoles conquistadores, los gringos impositivos, los chinos que invaden el país con productos de bajo precio y mínima calidad, los coreanos que controlan el comercio en ciertos lugares, etc.). Y en ese contexto el Estado sólo ha servido para perpetuar el despojo. Es revelador que los legisladores y los policías estén en los últimos lugares de confiabilidad entre la población. En muchos municipios el orden es impuesto por los narcotraficantes, no por los órganos del Estado. Esa falta de pertenencia, de confianza, de sentirse respaldado por un verdadero orden legal, explica en parte que cada vez sean más los mexicanos dedicados a delinquir. Esta de más hablar sobre la falta de oportunidades laborales, pero es claro que para muchas personas el trabajo ilícito es simplemente una mejor opción. La siembra de frijoles o maíz jamás dará al campesino el beneficio por sembrar marihuana y para el campesino que no tiene trato con los cosumidores adictos y sus personales infiernos, qué más da sembrar una cosa por la otra; máxime cuando de por medio hay unos sicarios amenazándolos con pistolas.


                                  Sería fácil hablar de las causas de la violencia en los mexicanos: somos un pueblo históricamente violentado, pero los niveles de violencia es lo sorprendente. Jamás se habían visto narcofosas con decenas de cadáveres, en algunos estados de la República Mexicana se cuentan por cientos. La contabilidad de las torturadas asesinadas en Ciudad Juárez se ha perdido, unos hablan de cientos, otros hablan de miles. Desde hace unos años se ha hecho público el oficio de pozolero (normalmente, el cocinero que prepara el guiso mexicano de pozole, hecho con maíz y carne en caldo) pero con la variante de que usa peroles para disolver cadáveres. El más famoso, Santiago Meza, detenido hace dos años, hablaba de haber disuelto en ácido más de trescientos cadáveres: a la fecha se siguen encontrando huesos incompletos en predios de su propiedad. El desprecio por la vida humana ha llegado a niveles insospechados: las balaceras (a veces acompañadas de granadas) pueden darse en cualquier hora y en cualquier lugar: en el centro de Acapulco, famoso destino turístico, en pleno día, en el centro histórico, hubo un encuentro donde niños y familias murieron acribillados por las balas de los delincuentes que luchaban entre sí. Un secuestrador se hizo famoso por mutilar las orejas de todas sus victimas, las devolviera o no vivas. El fenómeno de la violencia ya no debe ser entendido como el de personas psicópatas y mucho menos como psicóticos que no comprenden lo que hacen. Estamos ante un actuar social que responde a un análisis diferente del que se hacía con sujetos delincuentes.


                      Por un lado hay que analizar el hecho de que en prácticamente todas las bandas de secuestradores hay policías o militares, ya sea en activo o en retiro: el Estado se ha vuelto delincuente. No es nuevo decir que para muchas personas, el Estado se encarna en sus políticos o en las fuerzas del orden. Para visualizar ese pacto social hay que ver quién lo ejerce. El comprobar reiteradamente que hay policías secuestradores nos muestra cómo el Estado se ha degradado. En el supuesto intento de captura de uno de los principales jefes del narcotráfico, Arturo Beltrán Leyva, apodado “El Jefe de jefes”, las fuerzas militares que cumplían tareas policiales le dieron muerte e hicieron mofa del cadáver, mostrando que el desprecio a los muertos puede darse también por parte de un Estado que parece querer tomar revancha con los asesinos violentos, pero a su mismo nivel de indecencia. Como respuesta de esa burla, toda la familia de uno de los militares, que fue muerto en la propia operación de captura, incluidos niños, fue asesinada violentamente.


                        El grupo de los Zetas, inicialmente formado para proteger al narcotraficante Osiel Cárdenas, se componía de militares de élite. En poco tiempo ese grupo se independizó del Cártel del Golfo que Osiel comandaba. En la actualidad los Zetas dominan varias plazas (municipios o estados con actividad de narcotráfico) del país y se ufanan de ser los delincuentes más sangrientos del país. Además, como buenos representantes del Estado, cobran, entre otros pagos, por permitir trabajar a empresarios: si el Estado cobra impuestos, tanto por ingresos como por uso de suelo, los Zetas también: son un Estado paralelo, con mecanismos más eficaces para obtener sus pagos. Las noticias sobre narcopolíticos (legisladores y del poder ejecutivo) se difunden desde hace décadas. Pocos se comprueban. Entre jueces y magistrados se comentan agresiones y hasta muertes a manos de delincuentes organizados.


                    La ineficacia gubernamental, por más datos favorables que transmita regularmente en los medios de comunicación, se demuestra en los hechos: los muertos siguen, la sociedad se manifiesta y la impunidad continúa. La población, en ese contexto, termina por asimilar como normal lo que en otros años sería impensable para el país entero. En la reciente entrega de Arieles (los premios de la academia mexicana de cinematografía), el ganador por mejor película y mejor dirección fue por la película El infierno, que habla del fenómeno del narcotráfico y que presenta escenas de tortura, muchos asesinatos y, por supuesto, a un pozolero en acción. La violencia ha dejado de ser excepcional para volverse cotidiana (hay familias enteras, incluidos menores, dedicadas al secuestro; o pueblos o ejidos –núcleo agrícola- dedicados a la siembra de marihuana). La violencia dejó de ser ficticia para volverse real (todos los días en periódicos y televisión hay datos sobre asesinados). La violencia no sólo es individual, sino colectiva: la imitación de las conductas ha modificado los patrones sociales: recientemente fue detenido un sicario (asesino del crimen organizado) de doce años, con varios muertos en su carrera criminal. A nadie sorprende que los niños jueguen a ser secuestrados. En escuelas del norte del país se enseña a los niños de kinder qué hacer cuando se da una balacera en la calle, o ha sido necesario explicar a los niños que las personas también se pueden morir de viejas.


                    En este contexto, hablar sobre la criminalidad y los extranjeros en México es sólo hablar de una Caja de Pandora que lleva a la barbarie: los Zetas y otros grupos han encontrado que el secuestro de extranjeros es una variante lucrativa: aquellos que van de paso por México hacia EUA son detenidos, golpeados, a veces violados, y obligados a pagar para ser liberados. Normalmente no son liberados, incluso pagando. La contabilidad es casi aleatoria: de por sí, en México se denuncian pocos delitos por la desconfianza hacia el gobierno; al tratarse de indocumentados, es seguro que aún de sobrevivir al secuestro, no harán la denuncia. En una investigación hecha por la ONU por tales delitos, un encargado de albergues para inmigrantes habló de más de once mil migrantes secuestrados en 2010. La trata de personas con fines de explotación sexual tiene en los migrantes secuestrados una importante fuente. Como en cualquier tipo de secuestros (aunque aquí sean colectivos) las bandas se han especializado: unas sólo detienen a las víctimas, otras sólo las retienen, otras sólo cobran el “rescate”, otras las ejecutan y otras las esconden. Cada fase es cobrada entre las bandas como cualquier transacción comercial.


                     La parte más complicada del análisis sobre esa barbarie que se vive en México, con mayor intensidad en ciertos lugares, es establecer si esa violencia es o no justificada. No puede evitarse establecer que las políticas económicas, agrícolas y de empleo han llevado desde hace décadas a que los hombres de pueblos enteros abandonen el país en busca de empleo. Muchos estados de la República dejarían de existir sino fuera por las remesas de dólares que envían los trabajadores mexicanos en EUA. Los costos de vida cotidiana llevan a millones de personas a vivir en condiciones de miseria. Los empleos son cada vez más difíciles de conseguir. Es muy bajo el porcentaje de egresados de universidad que consiguen trabajo en el área estudiada: estudiar no garantiza una mejor vida. ¿Cómo explicar las muertes por desnutrición o por enfermedades propias de la pobreza, cuando en México vive el hombre más rico del planeta? ¿A quién pueden recurrir los mexicanos? La iglesia católica mexicana, casi oficial desde la colonia, ha visto un declive mayor en sus adeptos, en parte porque los cientos de iglesias que se crean cada año parecen responder mejor a las necesidades de sus feligreses, y en parte por los escándalos de sus líderes. Ante la reciente beatificación de Juan Pablo II, en México se comentó que había encubierto a Marcial Maciel, fundador de los legionarios de cristo, organización de alcance mundial, como pederasta y encubridor de pederastas. Los desfalcos de otras organizaciones “espirituales” se documentan abiertamente.


                       Si los mexicanos no confían en sus autoridades del Estado, ni en sus líderes morales, para sobrevivir terminarán buscando sus propios caminos. Para algunos ha sido la acción ciudadana: protestas y marchas regulares, la creación de organizaciones para exigir eficacia gubernamental, etc. Para otros ha sido volver a las armas y a la sangre. En Ciudad Juárez,  en septiembre de 2010, el periódico “El Diario” preguntó abiertamente a los narcotraficantes, mediante la primera plana de su diario, “¿Qué quieren de nosotros?”, luego de que sus reporteros fueran asesinados.


                       El grado de salvajismo que se puede ver en cualquier canal de televisión o en cualquier periódico (con todo y la autocensura encaminada a vender más) hacen obsoletos los conceptos del delincuente como luchador social o como anticipador de una nueva consciencia: la relación entre el criminal, ya como enfermo individual o enfermo social, respecto del pacto social, discutible o no, se ha perdido ante la crueldad gratuita y las muertes sin sentido. La lucha de clases también parece fuera de contexto: es claro que muchos narcotraficantes y secuestradores se sentirán justificados ante la abismal diferencia económica entre los muy ricos y los muy pobres, pero sigue sin haber justificación para tanta saña, incluso con quienes ni son adinerados ni tienen condiciones ligeramente superiores de vida. Quienes se refieren a las obras sociales para explicar que no sea posible capturar a ciertos delincuentes, argumentado que los protege la sociedad a la que han dado servicios, dinero y bienes que nunca habrían obtenido del Estado Social ni por su propio trabajo, dejan a un lado el miedo que se ha anidado en esas comunidades, donde bien saben que en lugares públicos no hay que transitar a ciertas horas y que hay una prohibición tácita para hablar del narco y sus derivaciones en público. Suele confundirse el miedo con el respeto, pero el horror cotidiano no puede ocultarse.


                       Quizá la única respuesta de tanta violencia sea que sólo así los criminales serán recordados. Entre los miles de muertos y entre los capturados, el olvido es común: ante la falta de referentes sociales, cuando los ideales comunes se han perdido, sólo queda el ego para evitar la inadvertencia: la historia de todos los delincuentes es irremediablemente la misma: saldrán de la pobreza, ejercerán el poder para consumir y dilapidar lo abruptamente conseguido, y terminarán con esa breve existencia de esplendor que da el crimen, ya muertos, ya encarcelados. Los delincuentes se realizan en el consumo y no en la producción de bienes sociales. De ahí la ostentación de joyas y mujeres, y como muestra de unicidad, de la violencia despiadada. Uno de los narcotraficantes famosos era conocido como “el mata amigos”, por el salvajismo con que trataba incluso a sus cercanos.


                       En el ánimo de convencernos, en este mundo global donde la información y el consumo se renuevan en el vértigo, de que nuestra primera necesidad es consumir (patrimonio, tiempo, vidas ajenas, etc.) se ha perdido la importancia de contar con referentes mínimos de cohesión social, quizá por la imposibilidad de que las sociedades de consumo ofrezcan igualdad en las posibilidades de existir y tener acceso a esos “bienes”. Los nuevos criminales no tienen culpa, pero no están locos: ante la falta de ideal referente, el imperativo de goce promueve la satisfacción sin límites. Sin duda los asesinos despiadados tendrán sus propios referentes heroicos y así como los terroristas ven en la muerte de unos cuantos “enemigos” su realización, habrá secuestradores y homicidas que podrían entrar a la categoría de los delincuentes “espirituales”, pero cuando las victimas son sus congéneres, sus vecinos, cómo entender que incluso las fuerzas del Estado sean tratados como la Otredad absoluta que merece la total aniquilación y si es con crueldad y sufrimiento, mejor.


                        Estos nuevos invasores, estos nuevos portadores de la peste, han obligado en México a que muchas personas se replanteen un cambio radical de los conceptos acerca de la convivencia cuando la vida no es acompañada en su curso. La necesidad más esencial del humano que presiente la existencia de algo metafísico en aquello a nuestro alcance, ha desembocado en la pesadilla y no en el sueño reparador. Hemos vuelto a la peste medieval para volver a ver pilas de cadáveres; para toparnos día a día con cabezas humanas rodando a nuestros pies y en nuestras manos de papel y de televisión; para ver correr ratas monstruosas con bocados innombrables entre los dientes sangrientos. El hedor de la muerte ha ahuyentado a muchos de sus tierras y familias. El reposo de los sentidos ha sido alterado.


                       El monstruo que aúlla con la voz de los muertos caídos todos los días y a todas horas es una poderosa llamada a la potencia que anima al espíritu. Al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, se ha eliminado la máscara. ¿Qué espejo tendrá la fuerza para permitirnos entender cómo somos en realidad?


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